Comentario
El día 27 de septiembre de 1940 tenía lugar en la Cancillería de Berlín, y presidida por Adolf Hitler, la firma denominada Pacto Tripartito que unía los intereses políticos, militares y económicos de Alemania, Italia y el Imperio japonés. En el plano técnico se trataba de hecho de un desarrollo del tratado Antikomintern -dirigido contra un posible expansionismo soviético- que el Reich había promovido en noviembre de 1935. Cinco años más tarde, la situación había dado un giro en beneficio de las potencias totalitarias y todo hacía pensar en la viabilidad y efectividad de este nuevo acuerdo, que servía para sellar de forma visible unas connivencias ya manifestadas bajo todas las formas posibles con anterioridad.
Los ministros de Asuntos Exteriores alemán e italiano -Ribbentrop y Ciano- y el embajador japonés firmaron este acuerdo, pensado como instrumento sobre el que funamentar las bases de un nuevo ordenamiento del mundo. En él, las potencias agresoras habrían de decidir el sistema organizador, una vez situados todos sus oponentes en posiciones de dependencia mediante el uso directo de las urnas. Alemania e Italia se reservaban por el mismo la libertad de actuación sobre el escenario europeo, mientras que Japón lo hacía con respecto a Asia y el Pacífico. Los tres países interesados conseguían de esta forma un refuerzo diplomático para lanzarse a una abierta política de expansionismo que de hecho no era más que la lógica continuación de la que ya habían emprendido durante la segunda mitad de la anterior década.
El texto del acuerdo observaba el mantenimiento de permanentes y regulares contactos entre los países firmantes con referencia a los aspectos más destacados de la actividad exterior de cada uno de ellos. Asimismo, preveía la prestación de ayuda inmediata a cualquiera de los miembros signatarios en caso de ataque por parte de otro país. Muy pronto, sin embargo, podría comprobarse en la práctica que estos deseos proclamados de permanente cooperación no tendrían plasmación entre Alemania e Italia por una parte y el Japón por otra. El llamado Pacto de Acero no superaría de esta forma los niveles de una importancia simbólica dirigida a ofrecer una imagen del mundo definida por unas concretas concepciones del poder.
Desde un punto de vista formal, la finalidad del tratado era la de hacerlo extensivo y vinculante para una serie de países europeos, tanto los ya conquistados por Alemania como aquellos otros con los que el Reich mantenía relaciones de amistad y cooperación o intereses en común. Para entonces, Polonía había sido ya desmembrada entre alemanes y soviéticos mientras que Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia se encontraban ocupadas. Gran Bretaña, por su parte, comenzaba a sufrir los efectos de los bombardeos lanzados sobre sus ciudades, al tiempo que Finlandia combatía contra el ataque dirigido sobre su territorio por la Unión Soviética. En España, hacía más de un año que había concluido la guerra civil con la victoria final de las fuerzas rebeldes, que habían obtenido su éxito bélico debido en gran medida al apoyo material prestado por las potencias totalitarias.
La situación no podía de esta forma manifestarse más amenazadora para los defensores de la libertad, a los que todavía los Estados Unidos no habían comenzado a prestar su ayuda directa. En este sentido, los analistas más lúcidos del momento consideran que el tratado comprometía al Japón a lanzar un definitivo ataque contra Norteamérica, que en efecto sería decidido y efectuado en diciembre del siguiente año mediante el bombardeo de la base de Pearl Harbour. En general, el Pacto de Acero se presentaba como un anuncio o amenaza dirigida en contra de la misma supervivencia de los regímenes democráticos enfrentados al expansionismo nazi y fascista.
A partir del momento de la firma, Hitler y Mussolini tratarán de incluir en el pacto a sus homólogos del continente, Pétain y Franco en primer lugar. Sin embargo, el resultado de las conversaciones mantenidas en este sentido no resultaría positivo. El general español presentaría en la conferencia de Hendaya una serie de condiciones inaceptables al tiempo que mostraba la imagen de un país exhausto y desangrado después de tres años de enfrentamiento civil. Por su parte, el mariscal francés solicitaba de su sometido pueblo la colaboración con el ocupante, pero no se decidiría a firmar el tratado.
La Unión Soviética, asimismo presionada para que entrase a formar parte del acuerdo, mantendría una actitud negativa no explícita pero reveladora de sus temores con respecto a los futuros efectos del mismo. De forma paralela, algunos países menores como Hungría, Rumania y Eslovaquia se verán forzados a transigir con la voluntad alemana y firmarán el acuerdo durante los últimos días del mes de noviembre. Más adelante, en marzo de 1941, otros dos Estados incluidos dentro de la órbita germana -Bulgaria y Yugoslavía- serán inducidos a realizar la misma operación.
Las fantasías expansionistas de Mussolini tendrán de esta forma posibilidades de plasmación práctica. Sin embargo, el fracaso de su intento sobre Grecia no hará más que situar a Italia en posiciones de mayor dependencia con respecto a su amenazante aliado del norte. El Pacto de Acero mostraría de esta forma su verdadera naturaleza como instrumento a utilizar en exclusivo beneficio del Reich. De hecho, el poderío alemán no precisaba de tales medios para respaldar sus actuaciones, pero todavía seguía actuando según las formas pactistas del período de entreguerras, de las cuales el tratado tripartito constituyó su última y envilecida manifestación.